En teoría, las grandes plataformas digitales —como Meta, X, Google o TikTok— proclaman un compromiso firme contra el discurso de odio. En la práctica, las cifras y los tiempos de reacción narran otra historia: una mecánica económica donde el odio no solo no es erradicado de forma eficaz, sino que sirve como combustible para el engranaje de sus modelos de negocio.
Cómo se convierte el odio en dinero
Aunque el discurso de odio no se monetice de manera “oficial” (nadie declara en balance ‘ingresos por racismo’), el mecanismo subyacente es sencillo:
- El contenido extremista o provocador genera más interacciones: comentarios, compartidos, respuestas.
- Los algoritmos premian lo que genera interacción, ya que aumenta el tiempo de permanencia del usuario.
- A mayor permanencia, más impresiones publicitarias y, por tanto, mayor facturación.
- Incluso si luego ese contenido es eliminado, ya ha cumplido su objetivo comercial: retener audiencia y generar datos valiosos de interacción para segmentar mejor la publicidad.
Llos picos de actividad que generan los discursos de odio son rentables. Esto plantea un conflicto de interés estructural entre la “ética corporativa” y el incentivo económico.
Los datos de OBERAXE para España en 2024 y 2025 muestran que alrededor del 65% del discurso de odio denunciado permanece activo. Y cuando se retira, muchas veces lo hace tarde, con lo cual el pico de viralidad ya ha pasado y la monetización ya se ha logrado.
Este patrón no es casual:
- Moderación reactiva vs. preventiva: actuar cuando ya hay presión mediática, no antes.
- Aplicar criterios de retiro ambiguos para “proteger la libertad de expresión” mientras el contenido sigue circulando.
- Derivar la gestión a canales de trusted flagger (autoridades) en lugar de priorizar las denuncias ciudadanas, que son más lentas y menos efectivas.
El negocio detrás del “escándalo”
Paradójicamente, las oleadas de indignación que genera un contenido de odio… también generan ingresos:
- El contenido es citado, retuiteado y compartido para criticarlo.
- Medios y usuarios lo exponen, aumentando su alcance.
- Plataformas venden aún más impresiones publicitarias alrededor de esas conversaciones.
Esto crea un efecto perverso: incluso la oposición al discurso de odio alimenta el ciclo de monetización.
Casos documentados a nivel global
- Facebook Papers (2021): documentos internos mostraron que la propia compañía sabía que sus algoritmos amplificaban contenido polarizante, ya que incrementaba el engagement.
- X/Twitter post-2022: estudios de ONG detectaron que muchas cuentas con discurso de odio generaban altos ingresos publicitarios debido a sus grandes audiencias, sin sanciones inmediatas.
- YouTube: investigaciones mostraron que su sistema de recomendaciones podía arrastrar a usuarios hacia contenido extremista a través de cadenas de vídeos con alta retención.
El dilema es claro:
- Frenar el discurso de odio de forma proactiva significa sacrificar métricas clave (tiempo de uso, interacciones, clics).
- Mantenerlo controlado pero no erradicarlo permite a la plataforma seguir generando datos y tráfico sin asumir un coste legal excesivo.
- La Ley de Servicios Digitales de la UE (DSA) empieza a romper esta dinámica al imponer multas millonarias por inacción, pero el cambio estructural avanza lentamente.
Qué debería pasar para que el negocio deje de depender del odio
- Penalizaciones económicas proporcionales al alcance y duración del contenido ilícito.
- Obligatoriedad de auditorías de algoritmos para detectar sesgos hacia lo polarizante.
- Fomentar modelos de negocio alternativos menos dependientes del clic rápido y más de la suscripción o el valor añadido.
- Potenciar la denuncia ciudadana dándole igual prioridad técnica que a la de los organismos oficiales.
Mientras las grandes plataformas sigan cobrando por impresiones y midiendo su éxito en tiempo de pantalla, el discurso de odio seguirá siendo un producto indirectamente rentable. La clave está en entender que no es un “fallo” de los sistemas: es una consecuencia lógica de cómo están diseñados para maximizar ingresos.
La presión regulatoria, la exigencia ciudadana y la transparencia obligatoria son los únicos frenos efectivos para que el “negocio del odio” deje de ser un modelo silencioso pero recurrente en la economía digital.