Italia acaba de multar a Apple con 98,6 millones de euros por prácticas anticompetitivas, acusándola de abuso de posición dominante en su ecosistema digital. Pero mientras la Autoridad Garante de la Competencia y del Mercado (AGCM) anuncia la sanción como una victoria para la libre competencia, otro dato pasa inadvertido: el propio Gobierno italiano —y varios ejecutivos europeos— siguen firmando contratos millonarios con la misma compañía para equipar a congresistas, funcionarios y representantes con productos Apple.
Bienvenidos al siglo XXI, donde las sanciones se firman con una mano y los pedidos de iPads con la otra. Donde el discurso del control tecnológico navega en el mismo ecosistema que se intenta limitar.
La multa de 98,6 millones llega por la llamada App Tracking Transparency (ATT), una política interna de Apple que, en principio, protegía la privacidad del usuario al impedir el rastreo publicitario sin consentimiento expreso.
El problema, según el regulador italiano, es que Apple no aplica las mismas reglas a sí misma:
- Mientras limita severamente a desarrolladores externos el seguimiento de usuarios para fines publicitarios,
- ella misma conserva mecanismos internos de monitorización más potentes para su propia red de anuncios, Apple Search Ads, obteniendo una ventaja competitiva ilegal.
En otras palabras: Apple predica privacidad, pero se reserva un acceso privilegiado a los datos.
La investigación de la AGCM afirma que la compañía “distorsiona la competencia en el mercado de publicidad digital”, penalizando a quienes dependen de su plataforma para llegar al consumidor.
Y es fácil imaginar por qué duele: cuando el fabricante del dispositivo también es árbitro, distribuidor y vigilante, todos los que juegan en su campo están, de entrada, en desventaja.
La sanción es relevante, pero el contexto es más elocuente. Mientras el regulador exige a Apple que modifique sus políticas, el Estado europeo sigue invirtiendo millones de euros en equipos de la compañía.
En el caso italiano, medios especializados informan de contratos públicos valorados en más de 36 millones de euros destinados a suministrar iPads, iPhones y servicios de mantenimiento a funcionarios, alcaldes y diputados.
El mensaje que se lanza es confuso: se penaliza el abuso de poder digital mientras se refuerza la dependencia del mismo actor que lo ejerce.
Una suerte de “doble moral tecnológica” que se repite más allá de Italia.
En España, por ejemplo, cientos de instituciones públicas operan sobre ecosistemas Apple, desde centros educativos hasta juzgados, pese a que Bruselas ha advertido reiteradamente de los riesgos de dependencia tecnológica y de la necesidad de “soberanía digital europea”.
Apple, el jardín amurallado más rentable del planeta
Para comprender la raíz del problema hay que volver a la arquitectura de Apple.
Su modelo de negocio no es vender dispositivos, sino crear un ecosistema cerrado donde todo —hardware, software, servicios y datos— dependen de su infraestructura exclusiva.
Esa estrategia genera fidelidad, pero también adhesión forzada:
- Un desarrollador que quiere vender aplicaciones debe aceptar los términos de la App Store.
- Una empresa que necesita integraciones debe pasar por las APIs aprobadas por Apple.
- Un usuario que compra un iPhone debe transitar por iCloud, Safari o Apple Pay.
Cuando un ecosistema alcanza esa densidad de dependencia, se transforma en un microcosmos de poder digital, un Estado dentro del Estado con sus propias reglas, su moneda y su jurisdicción logística.
Los reguladores lo saben, pero llegan tarde: el ecosistema Apple se ha convertido en un servicio público de facto, aunque gestionado por intereses privados.
La ironía del caso italiano es que Apple libra su batalla comercial usando el concepto más noble posible: la privacidad del usuario.
Desde 2021, la compañía ha colocado el eslogan “lo que pasa en tu iPhone, se queda en tu iPhone” en lugares tan simbólicos como el CES de Las Vegas.
Pero la investigación de la AGCM destapa que, efectivamente, no todo se queda en el iPhone.
Algunos datos, metadatos y patrones de comportamiento se utilizan para optimizar la publicidad en el propio entorno Apple. Los anunciantes externos, por el contrario, ven reducida drásticamente su capacidad de segmentación.
El resultado es claro: el negocio publicitario global de Apple creció más de un 60% en los tres años posteriores a la implementación de ATT.
Un modelo éticamente ambiguo, donde la bandera de la privacidad también sirve de barrera comercial.
La multa italiana puede parecer contundente, pero 98 millones de euros son una cifra absorbible para una empresa que factura más de 380.000 millones anuales.
Es lo que Apple gasta en cuatro horas de actividad promedio o en producir un solo spot publicitario global.
El verdadero impacto, pues, no está en la cifra, sino en el precedente legal: el reconocimiento oficial de que la privacidad puede ser usada como arma de control comercial.
Y, sin embargo, los Estados siguen atándose a ese mismo ecosistema para operar sus sistemas públicos.
Una cuestión que empieza a incomodar a los expertos en ética tecnológica es la relación entre los gobiernos y las Big Tech que, a la vez que se sancionan, proveen la infraestructura básica de servicios del Estado.
- Los ayuntamientos almacenan datos ciudadanos en nubes de empresas privadas.
- Los parlamentos usan sistemas de videoconferencia y correo gestionados fuera del territorio nacional.
- Los congresistas que regulan la privacidad utilizan dispositivos cuyo sistema operativo es cerrado e inescrutable.
No es una crítica a la calidad del producto —Apple fabrica tecnología excelente—, sino a la incoherencia estructural de un modelo en el que quien domina el mercado de consumo termina formando parte de los cimientos del poder público.
La multa italiana revela esa ambigüedad con precisión quirúrgica.
Europa: entre la regulación y la subordinación
Bruselas ha intentado revertir la dependencia a través de marcos como el Digital Markets Act (DMA) y el Digital Services Act (DSA), que obligan a gigantes como Apple, Google o Amazon a garantizar interoperabilidad, transparencia y trato equitativo a terceros.
Sin embargo, la aplicación es lenta y las sanciones, simbólicas. Mientras tanto, la digitalización europea se apoya precisamente en las infraestructuras de las grandes corporaciones americanas.
Europa regula con un bolígrafo prestado.
Y la contradicción más evidente es cultural: la ciudadanía desconfía de las grandes tecnológicas, pero el Estado las contrata porque no tiene alternativas propias viables.
Apple y el arte del control invisible
Ninguna compañía domina la narrativa del control como Apple. En el discurso público, es el guardián de la privacidad; en su estructura interna, es un maestro de la integración vertical.
Su ecosistema es un laboratorio de coherencia hermética. Nada entra ni sale sin su supervisión: desarrolladores, accesorios, tiendas, logística y reparaciones. En ese control absoluto reside su fortaleza… y su debilidad más ética.
El regulador italiano ha señalado justamente eso: cuando un único actor dicta las reglas de acceso a la innovación, la innovación deja de ser libre.
De hecho, uno de los efectos colaterales de ATT ha sido que pequeñas startups de publicidad contextual han cerrado o han sido absorbidas por intermediarios integrados en el entorno Apple.
La promesa de simplicidad se impone a costa de la pluralidad.
Hace veinticinco años, Apple se presentaba como el emblema de los inconformistas. “Think Different” —piensa diferente— fue su grito de guerra contra la homogeneidad tecnológica.
Hoy, paradójicamente, Apple es la definición misma del sistema que un día desafió.
Su capacidad de integrar hardware, software, servicios y usuarios bajo el mismo paraguas de control no tiene precedentes.
La multa italiana, más allá de su valor económico, marca un punto simbólico: el momento en que la narrativa del rebelde se confronta con la realidad del imperio.
Y plantea una pregunta más profunda: ¿puede una empresa ser ética cuando su modelo de negocio depende de controlar todo el entorno digital del usuario?
Los ciudadanos pagan, los Estados callan
El contrato de 36 millones de euros para proveer dispositivos a congresistas y funcionarios resume bien la paradoja de nuestro tiempo:
Europa intenta poner límites mientras acepta que su digitalización no puede sostenerse sin las multinacionales a las que sanciona.
Esa contradicción tiene consecuencias reales. Cada euro invertido en licencias cerradas es un euro que no se dedica a fomentar alternativas abiertas o a promover soberanía tecnológica, el concepto que organismos como la ENISA o la OCDE consideran clave para el futuro digital europeo.
Cuando un Gobierno contrata en masa dispositivos del ecosistema Apple, no solo adquiere tecnología: entrega una parte de su autonomía digital.
Hay, por supuesto, una explicación humana: la marca Apple es sinónimo de fiabilidad, simplicidad y prestigio institucional.
Su estética limpia y su interfaz intuitiva encajan con la imagen que los gobiernos quieren proyectar.
Pero esa familiaridad se transforma en dependencia, y la dependencia en vulnerabilidad.
Ningún ciudadano debería necesitar un ecosistema privado para relacionarse con su administración pública.
Y, sin embargo, ya vivimos en un modelo donde no poder usar determinados sistemas operativos o aplicaciones equivale, de hecho, a estar desconectado del Estado.
Apple no está sola en el banquillo. Google, Meta y Amazon enfrentan investigaciones similares en Europa por prácticas de monopolio, uso desleal de datos y predominio de mercado.
Pero Apple resulta un caso especial por su impecable reputación pública: es la tecno empresa que logra ser admirada incluso cuando es sancionada.
Quizá porque su narrativa se ha internalizado como una cultura del diseño, de la seguridad y del “bien hacer” tecnológico.
Desmontar esa percepción es tan difícil como admitir que la privacidad puede ser también un modelo de negocio.
El episodio italiano no es, en última instancia, una guerra contra Apple, sino una radiografía del sistema occidental contemporáneo: multamos a las empresas por dominar mientras les cedemos el timón de nuestra digitalización.
El resultado es un ecosistema público‑privado donde la soberanía digital se mide más por dependencia que por innovación.
Y en ese escenario, las multas se convierten en rituales simbólicos: actos de contrición que sirven más para la prensa que para el cambio estructural.
Apple pagará, apelará y seguirá operando. El Estado seguirá comprando sus dispositivos. Y la rueda continuará girando, brillante, veloz y perfectamente ensamblada.
La noticia de los 98 millones de multa debería inspirar una reflexión más amplia: no sobre Apple, sino sobre nosotros mismos.
Cada vez que aceptamos un ecosistema cerrado sin exigir alternativas abiertas, renunciamos a una parte de nuestra autonomía digital. Cada vez que un Gobierno compra tecnología sin auditar su dependencia, perpetúa ese ciclo.
La innovación no consiste solo en crear nuevas herramientas, sino en construir entornos donde la competencia, la transparencia y la libertad tecnológica sean posibles.
Europa del futuro no puede nacer dentro de una sola manzana mordida.


